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La leyenda de la Cruz Verde

Relata así, la existencia de un individuo que en cierta ocasión fue comisionado para traer desde Santiago de Cuba determinada suma de dinero, que en aquel entonces era acuñado de un lugar a otro en saquitos de no muy grandes dimensiones. Este individuo, que era criado de unas de las más adineradas familias de la ciudad, necesitó para su viaje dos cabalgaduras. Al concluir el trayecto de ida y retorno, se vio obligado a abandonar por un instante las dos bestias cargadas de oro. Cuando regresó al punto de partida, los caballos habían desaparecido.

Desconsolado se dio a su búsqueda invocando al cielo su auxilio. Luego de penetrar en los contornos, partió impulsado por una fuerza sobrenatural hacia las orillas del río, donde divisó las dos bestias iluminadas por una luz fosforescente que provenía de una asombrosa Cruz Verde. El criado sobrecogido de pavor, fue en busca de un sacerdote para comunicarle el milagro, que recorrió el pueblo hacia todos sus extremos.

Después de adorar la cruz de rodillas, convinieron para trasladarla para la Capilla de Dolores. Al día siguiente los devotos habitantes se congregaron en las puertas de la Capilla para darle gracias al todopoderoso por aquella demostración palmaria de su poder e ilimitada providencia; sin embargo, otro milagro aconteció cuando se abrieron las puertas de la capilla, la cruz había desaparecido, se encontraba nuevamente en el río y en el mismo lugar. Se había trasladado por sí sola de un lugar a otro.

Tras la rápida deliberación, acordó el sacerdote retornar la cruz a la iglesia; pero en la noche se volvió a repetir la milagrosa evasión durante tres noches consecutivas. Convencidos de que la cruz no deseaba permanecer en la iglesia se acordó situarla a la mitad del camino, donde el pueblo devoto y confiado se congregó todos los años, en los primeros días del mes de mayo, para rendirle fervoroso culto.

La creencia de este hecho, la búsqueda espiritual, el sustento de la costumbre y la conservación de la tradición, fueron menguando en su constancia, hasta mediados de la década del cuarenta del siglo XIX, etapa final donde la veneración de la cruz sólo se concretó con la escasa participación de los vecinos más cercanos, quienes le ofrecían una modesta adoración a través de cánticos, exposición de flores y velas.

Hoy se conoce como leyenda y se recuerda en ocasiones como una simple tradición religiosa.

Desapareció el objeto, transcurrió el tiempo y en la actualidad sólo quedan las huellas en la memoria colectiva de los más viejos. La tradición que fue en su momento una necesidad en el presente es para muchos una pérdida, como las tantas que tuvieron lugar en la villa.....................................................

LA CIUDAD DE IBARRA DONDE SURGE NUESTRA LEYENDAS

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UN FUNERAL PARA JUAN DIABLO

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BRUJAS SOBRE IBARRA
By Juan Carlos Morales
Halloween Witch
Desde arriba del Torreón, la ciudad, en las noches de luna, parecía una maqueta parda llena de tejados, que guardaban jardines atiborrados de buganvillas, nogales e higos. Más arriba, en cambio, se distinguían las palmeras chilenas: enjutas y lustrosas, pese a la intensidad nocturna y las exiguas farolas, alumbradas con mecheros que –de cuando en cuando- eran revisados por el farolero, envuelto en un gabán descolorido que no impedía apreciar su silueta recorriendo esa luz mortecina que golpeaba las paredes de cal.
Más arriba, aún, el parque de Ibarra era un minúsculo tablero de ajedrez sin alfiles, donde destacaba el añoso Ceibo, plantado tras el terremoto del siglo XIX y que –según decían- sus ramas habían caminado una cuadra entera. La noche caía plácida sobre la enredaderas y la luna parecía indolente a las sombras que pasaban, pero que no podían ser reflejadas en las piedras. ¿Quiénes miraban a Ibarra dormida? ¿Quiénes tenían el privilegio de contemplar sus paredes blanquísimas engalanadas con los fulgores de la luna? ¿Quiénes pasaban en un vuelo rasante como si fueran aves nocturnas? ¿Quiénes se sentaban cerca de las campanas de la Catedral a mirar los tejuelos verdes y las copas de los árboles?
No es fácil decirlo: unas veces eran las brujas de Mira, otras las de Pimampiro y muchas ocasiones las de Urcuquí. Eran una suerte de correos de la época, acaso a inicios de siglo, que viajaban abiertas los brazos, por los cielos estrellados de Imbabura. Por eso no era casual que las noticias –que por lo general se tardaban en llegar cuatro días desde Quito- se conociera más aprisa en los corrillos de estas tres poblaciones unidas por un triángulo mágico: que ha iniciado la revolución de los montoneros alfaristas, que el Congreso ha sido disuelto, que llegaron las telas de los libaneses o que fulano ha muerto.

Copiado de https://imbaburita.wordpress.com/leyendas/

LA CAJA RONCA
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Había una vez en San Juan Calle un chiquillo curioso que quería saber en qué sueñan los fantasmas. Pues este pequeño había escuchado sobre unos aparecidos que merodeaban en las noches de Ibarra, sin que nadie supiera quiénes eran, pero que de seguro no pertenecían a este Mundo.
-¡Ay Jesús!, decía Carlos, ojalá no salgan la noche en que tengo que regar la chacra. Sin embargo, este muchacho de 11 años era tan preguntón que se enteró que las almas en pena vagaban a medianoche para asustar a todos los que salían. Estos seres, según decían, penaban porque dejaron enterrados fabulosos tesoros y hasta que alguien los encontrara no podían ir al cielo.
Estos entierros estaban en pequeños baúles de maderas duras para que resistieran la humedad de las paredes.
Carlos moría de ganas de conocer a esas almas en pena, aunque sea de lejos y fue a la casa de su amigo Juan José para que lo acompañara al regadío.
-¡Qué estás loco!, dijo Juan José.
Yo estaba en el barrio cuando hablaron de la Caja Ronca, que era como habían denominado a esa procesión fantasmal.
-No seas malito, le dijo Carlos.
Y luego de insistir, los dos chicos caminaron hasta el barrio San Felipe. Empezaron a regar los sembríos y después prendieron una fogata y esperaron que el tiempo transcurriera, eso sí evitando hablar de la temible Caja Ronca.
Atraídos por la magia del fuego no tardaron en dormirse, mientras un ruido pareció entrar por el portón del Quiche Callejón. Despertaron y el sonido se hizo cada vez más fuerte. Entonces se acercaron a la hendidura y lo vieron todo: Un personaje extraño rodeado de fuego daba órdenes a sus fieles, que caminaban lentamente como arrepintiéndose.
Los curiosos estaban pegados al portón como si fueran estatuas. Y entonces la puerta sonó. A su lado se encontraba un penitente con una caperuza que ocultaba sus ojos. Les extendió dos enormes velas aún humeantes y se esfumó como había llegado.
A Juan José le pareció que una carroza contenía la temible Caja Ronca, que no era otra cosa que algún baúl lleno de plata perdido en el tiempo y el espacio y que buscaba unas manos que lo liberaran de su antiguo dueño.
Ni cuenta se dieron cuando se quedaron dormidos, ni aún en el momento en que sus pies temblorosos los llevaron hasta sus casas de paredes blancas.
En San Juan Calle, las primeras beatas que salieron a misa los encontraron echando espuma por la boca y aferrados a las velas fúnebres. Cuando fueron a favorecerles comprobaron que las veladoras se habían transformado en canillas de muerto.
Fue así como, de boca en boca, se propagaron estos sucesos y los chicos fueron los invitados de las noches cuando se reunían a conversar de los sucesos de la Caja 

Los amores del Taita Imbabura
vulcani
Cuentan que en los tiempos antiguos las montañas eran dioses que andaban por las aguas cubiertas de los primeros olores del nacimiento del mundo. El monte Imbabura era un joven vigoroso. Se levantaba temprano y le agradaba mirar el paisaje en el crepúsculo.
Un día, decidió conocer más lugares. Hizo amistad con otras montañas a quienes visitaba con frecuencia. Mas, una tarde, conoció a una muchacha-montaña llamada Cotacachi. Desde que la contempló, le invadió una alegría como si un fuego habitara sus entrañas.
No fue el mismo. Entendió que la felicidad era caminar a su lado contemplando las estrellas. Y fue así que nació un encantamiento entre estos cerros, que tenían el ímpetu de los primeros tiempos.
-Quiero que seas mi compañera, le dijo, mientras le rozaba el rostro con su mano.
-Ese también es mi deseo, dijo la muchacha Cotacachi, y cerró un poco los ojos.
El Imbabura llevaba a su amada la escasa nieve de su cúspide. Era una ofrenda de estos colosos envueltos en amores. Ella le entregaba también la escarcha, que le nacía en su cima.
Después de un tiempo estos amantes se entregaron a sus fragores. Las nubes pasaban contemplando a estas cumbres exuberantes que dormían abrazadas, en medio de lagunas prodigiosas.
Esta ternura intensa fue recompensada con el nacimiento de un hijo. Yanaurcu o Cerro negro, lo llamaron, en un tiempo en que los pajonales se movían con alborozo.
Con el paso de las lunas, el monte Imbabura se volvió viejo. Le dolía la cabeza, pero no se quejaba. Por eso hasta ahora permanece cubierto con un penacho de nubes. Cuando se desvanecen los celajes, el Taita contempla nuevamente a su amada Cotacachi, que tiene todavía sus nieves como si aún un monte-muchacho le acariciara el rostro con su mano.

BRUJAS DE IBARRA

caia la noche la luna era grande que por alli se veia las BRUJAS  LAS CUALES SON ELLAS LLEVABAN MALAS NOTICIAS POR QUE CON ELLAS LAS NOCISIAS ERAN MAS RAPIDO QUE EL CORREO

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